Lecciones de la historia para “la primavera chilena”
Las interrogantes sobre lo ocurrido estas
semanas en las calles de Chile van a generar quebraderos de cabeza por mucho
tiempo. Por ejemplo, ¿cómo vamos a bautizar a estas hermosas y sublimes
jornadas de levantamiento popular? Hay varios candidatos a chapa oficial: el
18-O, el octubre chileno, la rebelión de les patipelades o el mentholatum
contrataca. En lo personal, me quedaría con “la invasión de los alienígenas”,
pero probablemente alguien, en alguna epifanía de sobredosis de vodka, ya se
convirtió en titular de los derechos de ese nombre. Sólo para entendernos,
permítaseme hablar de la “primavera chilena”.
También de seguro darán muchos dolores de
cabeza las preguntas por las causas: ¿por qué ahora? ¿Faltó mundial y títulos
de Copa América para mantener narcotizadas a las masas? ¿Qué papel le cupo a la
estrepitosa derrota del movimiento estudiantil del 2011 y las frustraciones de
una neutralización y anulación de su potencial transformador a través de la
institucionalización, parlamentarización y consiguiente disolución de su
agenda? ¿Cuánta explicación real aporta la metáfora de “la olla de presión” o
la tesis de “el malestar”? ¿O estaremos más bien frente a una suerte de
“segundo movimiento” para la “autoprotección de la sociedad” del que habla Karl
Polanyi? ¿Tiene alguna relación este estallido con el evidente agotamiento, ya
terminal, del régimen económico vigente, como había ocurrido antes con los
levantamientos de 1848 y 1968 en Francia? ¿Estamos ante una catarsis coyuntural
o la profundidad, alcance y duración del levantamiento permite ya hablar de la
emergencia de una nueva subjetividad, que se está haciendo refractaria a los
mecanismos de introyección del orden neoliberal?
Estas preguntas, que han sido profusamente
abordadas por las toneladas de análisis publicados en todo tipo de medios, son
necesarias para explicar lo ocurrido en las últimas tres semanas. Es decir, son
preguntas fundamentales para nuestra comprensión teórica, analítica. Pero, en
la actualidad, las interrogantes más urgentes y apremiantes son de carácter
práctico: ¿cuál es la situación actual? Dada esa situación, ¿qué cabe esperar
que ocurra? Y en base a eso, ¿qué debemos hacer quienes buscamos que toda esta
primavera chilena termine cuajando en otra sociedad, otro Estado, otra economía
para Chile?
Este pequeño texto pretende esbozar
algunas respuestas a estas interrogantes prácticas. Pero no de forma
especulativa, abstracta. Al contrario. Hurga genéricamente en la historia de
eventos similares para extraer algunas claves de interpretación y, sobre todo,
para extraer lecciones prácticas. ¿Qué eventos similares? Los estallidos
sociales. Lo que está ocurriendo hoy en Chile no es, todavía, una rebelión, una
insurrección o una revolución. Es un estallido social. De lo que hagamos
nosotres de aquí en adelante va a depender si lo transformamos en uno de esos
procesos. Mientras tanto, es necesario aprender de los estallidos sociales y
sus distintos avatares y azares. Y eso se logra revisando y analizando su
historia.
En la historia se pueden identificar cinco
tipos de estallido social según la forma de su resolución:
1. Estallidos sociales aplastados
violentamente por los aparatos represivos . La reacción básica de
todo régimen de dominación frente a un estallido social es el intento de
sofocarlo a través de los aparatos represivos del Estado. Prácticamente no se
conoce uno que no haya sido objeto de alguna respuesta de fuerza. En algunos
casos la reacción represiva es seguida, complementada y/o sustituida
posteriormente por procesos sociales y políticos distintos: negociaciones,
acuerdos, eventos constituyentes, etc. Pero la reacción primera y básica de
todo régimen de dominación es intentar terminar con los estallidos a través de
la represión violenta. Este es, por así decirlo, el “nivel cero” de (re)acción.
Tanto en los países centrales como en las
periferias del sistema mundial, las sociedades que se encuentran en las
primeras etapas de desarrollo capitalista, que muchas veces tienen regímenes de
dominación no liberales (monarquías, absolutismos, autoritarismos de toda
clase, sin parlamentos), por regla general sólo cuentan con el recurso de la
violencia del Estado para acabar con los estallidos. Y en no pocas ocasiones ha
resultado suficiente, como ocurrió en Alemania (1918 – 1919), cuando la socialdemocracia
de Friedrich Ebert mandó a los grupos de choque paramilirares de la derecha
(los freikorps) a aplastar a los/as trabajadores/as y su
vanguardia, el partido comunista alemán.
2. Grandes estallidos con demandas
acotadas resueltas por el Estado . Una segunda forma de
resolución es la que aplaca los estallidos con la entrega de una respuesta a la
principal demanda que los motivó. Por regla general, cuando se logra desactivar
de esta manera, sus consecuencias sociales y políticas son escasas o nulas:
entregada la solución por el Estado, todo el mundo abandona las calles y vuelve
a sus casas. Ejemplos tenemos más de alguno en Chile: la “revolución de la
chaucha” y la “Batalla de Santiago”, que han dado vueltas estas semanas en la
boca y la pluma de cuanto inspirado/a intérprete ha creído poder explicar con
analogías históricas simples la complejidad de lo que está pasando ahora.
Vistas hoy las cosas, por supuesto, la igualación de esta primavera chilena con
esos otros dos eventos es un despropósito. Pero valgan ambos para ilustrar este
segundo tipo o formato de resolución de un estallido.
3. Grandes estallidos sociales con escasas
o nulas consecuencias, que mueren por desgaste o agotamiento . Pocos eventos del
siglo XX han calado tanto en el imaginario contemporáneo como el “mayo
francés”, con toda su mitología, todos sus clichés y todas las tesis delirantes
que ha inspirado, sobre todo en la(s) izquierda(s). La historia es más o menos
conocida: un par de pequeñas protestas contra el procesamiento de un grupo de
estudiantes de Nanterre por manifestarse contra la Guerra de Vietnam se
convirtió, en una semana, en una guerrilla urbana y una huelga general, la más
grande hasta entonces en Occidente: adhirieron, se estima, cerca de 10 millones
de trabajadores y trabajadoras.
Mientras duró el estallido, no sólo varias
de las calles de París estuvieron bajo control estudiantil, especialmente en el
Barrio Latino; además, las fábricas quedaron bajo control obrero. Y por nada
más, analistas de diversa laya auguraron el fin no sólo de la Quinta República,
sino del capitalismo en su conjunto. Y no faltó el que, como Castoriadis,
profetizó que el mayo francés suponía incluso el fin de la civilización
Occidental tal como se la conocía.
Sin embargo, pese a las profecías, el mayo
francés terminó en nada. O casi nada: alguna que otra transformación en el
sistema educativo francés hizo posible. Pero para el volumen y extensión del
estallido, sus logros fueron irrisorios. A la larga, y como bien señalan
Arrighi, Hopkins y Wallerstein, el estallido de 1968 fue un fracaso histórico;
inauguró la era de “los nuevos movimientos sociales”, pero, tras 40 días de
intensas movilizaciones y luchas callejeras, no consiguió nada, algo que, según
esos mismos autores, ya había ocurrido con el otro gran estallido mundial, el
de 1848. Pero para lo que nos importa, este caso ilustra que un gran, un enorme
estallido social puede terminar en la total y absoluta intrascendencia
política, social y económica por desgaste, por falta de visión o conducción
política, por escasa claridad de objetivos, por ausencia de proyecto, por
exceso de exuberancia expresiva pero nulo sentido práctico.
4. Grandes estallidos neutralizados por
acuerdos o “pactos sociales” celebrados entre élites o cúpulas. El cuarto tipo de
resolución es probablemente el más habitual en las hipercomplejas sociedades
modernas y contemporáneas: un acuerdo o pacto entre dirigencias o facciones de
las elites que pone fin a las disputas entre ellas y hace posible la
consolidación de una mayoría política para enfrentar y neutralizar las
movilizaciones populares. Dos son los ejemplos típicos de este formato de
resolución: los estallidos de 1848 en Francia y Alemania, profusamente
analizados por Marx. En ambos casos, los movimientos populares hicieron
tambalear a los respectivos regímenes políticos; y en ambos casos, fueron
desactivados gracias a un pacto o alianza entre burguesías, pequeñas burguesías
y clases terratenientes (“el partido del orden” llamó Marx a esta alianza en la
Francia de 1848-1851). En el caso francés, el pacto sacrificó el régimen
político para salvar el régimen económico; en el alemán, quedó todo igual.
Con salvedades y matices (algunos no tan
matizados), una resolución similar se produjo en el “pacto transicional” chileno:
las grandes movilizaciones conocidas como “jornadas de protestas nacionales”
(que, en términos estrictos, no fueron un “estallido”, sino más bien
movilizaciones coordinadas y planificadas), junto al fortalecimiento de la
resistencia militar contra la dictadura, abrieron la posibilidad de negociar la
así llamada “transición”: militares, antigua oligarquía y nuevas grandes
burguesías entregarían el gobierno a cambio de quedarse con el poder (real); y,
por supuesto, también a cambio de impunidad para los crímenes de la dictadura.
El pacto suponía, además, que las cúpulas de la entonces oposición iban a dejar
el régimen neoliberal intacto a cambio de poder gobernar; ahí está Ricardo
Lagos en la Franja del No anunciando que “el sistema económico no está en
cuestión”, que no lo iban a tocar. Y este es precisamente el “pacto”, la
transaca, que nos tiene hoy en las calles.
5. Grandes estallidos como inicios de
ciclos de transiciones históricas o revoluciones . Muchos estallidos
sociales en la historia moderna han terminado sin consecuencias inmediatas. A
primera vista, parecen ajustarse al formato de resolución descrito en el punto
cuarto. Sin embargo, por efecto de múltiples factores, terminan generando las
condiciones para una derrota posterior al bloque hegemónico-dominante y, por
esa vía, para el inicio de una transición hacia un nuevo Estado y/o un nuevo
régimen económico. En otras palabras, el estallido es una suerte de apertura de
un proceso constituyente ¿Por qué? Básicamente porque, en algunos casos, el
estallido genera o expresa, a modo de síntoma, una fractura en el Estado,
entendido en el sentido gramsciano de “síntesis” de las clases sociales, de
totalidad de la sociedad. El estallido pone en evidencia que no existe tal
“síntesis” y que, por lo tanto, no estamos ante lo que René Zavaleta Mercado
llamaba un “Estado real”, sino ante un “Estado aparente”: un Estado que fracasa
en la imposición de un orden legítimo por su incapacidad de hacer síntesis de
las clases sociales.
En gran parte de los casos, cuando un
Estado aparente queda desnudo, el estallido es seguido por una crisis orgánica.
Y eso abre un ciclo de transición, de oscilación caótica en el sistema
histórico en cuestión que, tarde o temprano, termina en un punto de
bifurcación: o se reconstituye/restaura definitivamente el ancien
régime (con todos los parches necesarios, por supuesto) o se quiebra
la estructura del sistema, que, mediante un acto constituyente, termina dando
un salto cualitativo hacia otro tipo de formación u organización del Estado y/o
la economía. En los sistemas históricos, la salida del punto de bifurcación
depende básicamente de la pugna entre fuerzas reaccionarias o restauradoras, de
un lado, y fuerzas revolucionarias, rupturistas y/o constuyentes, del otro, de
cuáles sean capaces de imponerse a las otras. En la práctica, eso significa que
la fase de oscilación caótica es o supone un proceso de tensionamiento de
fuerzas, que termina resolviéndose en un momento dialéctico de confrontación.
Si el estallido social inicia el ciclo de oscilación, la confrontación lo
cierra. Evidentemente, la confrontación se resuelve en favor de quien tenga
mayor fuerza. Por ello, este ciclo es también una fase de acumulación y
articulación de fuerzas.
Ejemplos de resolución de un estallido
social por esta vía abundan, entre ellos las dos revoluciones emblemáticas de
la modernidad: la revolución francesa y la revolución rusa. Ambas comenzaron
con estallidos sociales que se resolvieron meses después a través de un
tensionamiento de fuerzas, y la resolución, en ambos casos, decantó en la
transición de un Estado a otro, aunque sólo en el caso ruso ocurrió un cambio
de modo de producción.
Pero no son los únicos ejemplos. En
Venezuela, el Caracazo (1989) terminó con un largo ciclo de oscilación caótica
en 1998, cuando Hugo Chávez llegó a la presidencia. En Bolivia, el ciclo de
oscilación abierto por el estallido de febrero de 2003 siguió, primero, en
octubre de ese año con el derrocamiento de Sánchez de Lozada en la “guerra del
gas”, y terminó, luego, con la elección de Evo Morales en 2005. En ambos casos,
el tensionamiento de fuerzas asumió la forma de disputa electoral. Y en todos
los casos nombrados, el estallido abrió un proceso constituyente.
---------- O ----
------¿Qué formato de resolución está siguiendo
el estallido chileno? Por el momento, ya sabemos que no es el 1 ni el 2. Ni la
represión ultraviolenta ni la reducción del precio del pasaje de metro lograron
contenerlo. En consecuencia, el estallido podría estar siguiendo cualquiera de
las 3 últimas formas. Pero… ¿cuál exactamente? En este minuto, ninguna. O, más
bien, todas. Como no se ha producido aún, la resolución del estallido no sólo
está en proceso, en construcción, sino también en disputa. ¿Entre quienes? Tres
grandes actores se han conformado en el escenario abierto por las
movilizaciones. El primero es el actor “restaurador”, constituido por el
gobierno, su coalición y el partido del orden. El segundo es el actor
“institucionalista”, conformado por el PC, el Frente Amplio, referentes de la
concertación que no se han articulado en el partido del orden, y todas las
organizaciones sociales ligadas a estas fuerzas políticas y que se han agrupado
en algo que han llamado “unidad social”. Finalmente, está en proceso de
conformación y desarrollo el actor “rupturista”, constituyente, que agrupa a
organizaciones y personas activamente participantes en las movilizaciones.
Cada uno de estos tres actores apuesta y
maniobra para propiciar una forma de resolución: el gobierno, junto a sus
socios de la Alianza y la Concertación, apuesta por una resolución que dañe lo
menos posible al Estado y al régimen neoliberal (tipo 3 de resolución); los/as
“institucionalistas” estaban apostando por un “nuevo pacto social” (tipo 4); y
el actor rupturista apunta a llevar esto hasta un punto de bifurcación
constituyente (tipo 5). Finalmente, el actor que se imponga en esta pugna
definirá el tipo de resolución.
Hasta el 15 de noviembre cada actor estuvo
en esa cruzada de imponerse a los otros: el gobierno ganando tiempo con
propuestas y medidas insulsas para neutralizar al movimiento por la vía del
desgaste; el actor institucionalista tratando de neutralizarlo por la vía de la
institucionalización y parlamentarización de la energía transformadora del
estallido, para lo cual levantó “cabildos” que buscaban sacar de las calles a
las personas movilizadas; y el actor de ruptura luchando en las calles
mientras, paralelamente, se organizaba y articulaba en un gran sujeto
constituyente.
El 15 de noviembre, sin embargo, se produjo
el primer punto de inflexión: el actor de ruptura obtuvo su primer triunfo al
obligar a los otros a aceptar que el 18 de octubre se inauguró un proceso
constituyente. La resignación de los otros dos actores se plasmó en una alianza
(“pacto para la paz”, la llamaron) que los une en un objetivo: hacer que el
proceso constituyente dañe lo menos posible al poder constituido, que es a la
vez económico y político. Con esto se inició un nuevo momento en este proceso
constituyente: el momento de la disputa entre el sujeto constituyente y el
poder constituido.
Las tareas fundamentales que este momento
le impone al sujeto constituyente es evitar que el repliegue del poder
constituido logre neutralizar por desgaste o institucionalización la energía
social transformadora que hoy está en las calles. Es decir, hacer que el
proceso constituyente llegue a un punto de bifurcación. Eso, por supuesto,
requiere acumular y hacer crecer la fuerza propia. Y, para hacer eso,
lamentablemente nadie ha encontrado otra fórmula distinta a la organización y
la articulación, lo que, en las circunstancias actuales, exige acompañar la
lucha en la calle con el levantamiento de organizaciones en los territorios, en
los liceos, en los lugares de trabajo, y luego articular esas iniciativas con
otras similares para así vertebrar una fuerza grande y robusta, capaz de
hacerse cargo de la tarea constituyente y de imponerse al poder constituido.
Por lo tanto, sin dejar la movilización y la lucha callejera, es urgente
reforzar y dinamizar las instancias y los espacios de organización popular.
En este momento, la forma de organización
que se ha dado el movimiento popular en las calles es la de las asambleas
autoconvocadas, que deben su existencia, sus objetivos y sus agendas a lo que
acuerden sus integrantes, y no a los intereses de quienes buscan neutralizar
este estallido.
En las distintas regiones del país se
están articulando y uniendo las distintas asambleas territoriales en Asambleas
Provinciales o Regionales Autoconvocadas. Y para el 23 de noviembre está
prevista la constitución de la Asamblea Autoconvocada Nacional, que va a reunir
a las distintas asambleas regionales.
La instalación y articulación de las
asambleas autoconvocadas es el camino que se ha dado el movimiento popular para
convertirse en sujeto constituyente. Es urgente que todos los territorios
movilizados dinamicen la conformación de estas asambleas para fortalecer este
sujeto.
[1] Sociólogo. Director de
Investigaciones del Centro de Estudios para la Igualdad y la Democracia – CEID
(Santiago, Chile). Integrante de El Trokinche, colectivo de pensamiento
anticapitalista. Integrante de la Comisión de Profesionales y Técnicos/as de la
Central Clasista de Trabajadoras y Trabajadoras. Twitter: @ego_ipse
Fuente rebelión 21 de noviembre 2019
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