El relato oficial del coronavirus oculta una crisis sistémica
Todo parece indicar que
esta epidemia representa una ocasión ideal para justificar la recesión
económica capitalista que se acerca
El nuevo coronavirus
(SARS-Cov-2) tiene muchas caras. La faceta relacionada con la salud lleva
semanas siendo minuciosamente examinada, o mejor dicho escrutada, por los
medios de comunicación. Desde la última semana de enero hasta el momento de
escribir este texto, el 9 de marzo, el coronavirus ha infectado de forma
reconocida a más de 114.000 personas en más de 100 países, ha causado la muerte
de más de 4.000 individuos, y es más que probable que varios miles de
fallecimientos más engrosen la cuenta en las próximas semanas o meses en lo que
ya se prevé será una pandemia.
Sin lugar a dudas, es un
problema de salud serio, pero no el más importante, tal vez ni siquiera el más
urgente. Un ejemplo de ello es la tasa de letalidad, estimada en un 3,4%, lo
que se puede comparar con el 11% en el caso del SARS (síndrome respiratorio
agudo grave) o el 34% del MERS (síndrome respiratorio del Oriente Medio).
Pensemos además que cada día mueren en promedio en España más de 1.100 personas
de causas muy diversas, y que la gripe común causa anualmente en nuestro país
entre 6.000 y 15.000 muertes. No sabemos cuánta gente está infectada por el
coronavirus, pero parece muy probable que un elevado porcentaje de casos pase
desapercibido, con una sintomatología inadvertida o no registrada, lo que
implicaría que la tasa de letalidad real sería bastante menor de la registrada
hasta el momento.
Ello no significa, sin
embargo, que el coronavirus no sea un tema de salud relevante o incluso
preocupante.
En primer lugar, la
mortalidad generada por el COVID-19 en los grupos de edad más avanzados o en
las personas con patología previas es alta (cerca del 15% en mayores de 80
años) y su morbilidad y afectación general de salud puede ser importante.
En segundo lugar, tiene una
elevada contagiosidad, lo que genera un problema de salud pública destacado en
muchos países y potencialmente para todos. China, Corea del Sur, Japón, Irán e
Italia son hasta el momento los más afectados. Y, aunque el riesgo de
mortalidad sea bajo, dado que el potencial número de afectados podría llegar a
ser muy elevado, esto podría llegar a implicar un recuento total de muertes muy
alto.
Y tercero, el impacto de la
epidemia sobre el sistema sanitario puede ser muy relevante por razones
diversas: el periodo de incubación en que las personas son contagiosas es de
cinco días; el número de casos es exponencial; un porcentaje elevado requerirá
hospitalización bien sea por su situación clínica, vigilancia o aislamiento;
los pacientes deberán estar aislados hasta que dejen de ser contagiosos, lo que
requiere de afinados sistemas de cribado, un elevado volumen de procesamiento
de muestras en centros de referencia, y una gobernanza integrada de decisiones
clínicas y salud pública para identificar los pacientes cribados, puestos en
cuarentena y si esta debe hacerse en domicilio o en un centro hospitalario.
Además, una parte
importante del trabajo de muchos profesionales sanitarios españoles se está
destinando al abordaje de la emergencia en curso. A ello se añade que el
personal sanitario es el colectivo más expuesto y a la vez el que mayor riesgo
alberga de contagiar a individuos particularmente vulnerables frente a la
infección, por lo que la sobrecarga es doble.
Las sociedades científicas
de diferentes especialidades médicas han realizado protocolos conjuntos y
documentos informativos muy valiosos. Sin embargo, la complejidad y el coste
asociados a estas medidas excepcionales son altos y suponen un elevado estrés
para el sistema sanitario, que se traduce en un no menospreciable riesgo de
desborde o incluso colapso si los hospitales actúan durante un periodo
prolongado como principal frente de contención de la epidemia.
Por último, es también
motivo para la preocupación la probabilidad de que, al menos a corto plazo, se
trate de una epidemia “recurrente” que pueda repetirse cada año. Parece
probable que el SARS-CoV-2 haya llegado para quedarse, y que permanezca entre
los virus que habitualmente afectan a la humanidad como ocurrió con la gripe A.
Además, pueden aparecer
epidemias de origen similar al coronavirus actual o incluso mucho más graves
que podrían generar una pandemia con una mortalidad global mucho mayor. No hay
olvidar que la causa del actual brote epidémico –y de otros previos como el
SARS-CoV en 2002, la gripe aviar (H5N1) en 2003, la gripe porcina (H1N1) en
2009, el MERS-CoV en 2012, el ébola en 2013 o el Zyka (ZIKV) en 2015)– radica,
en gran medida, en la compleja transmisión a través de animales relacionada con
el desarrollo de una agricultura y avicultura intensivas y de un creciente
mercado y consumo de animales salvajes y exóticos. A ello se une la capacidad
actual de extensión de epidemias debido a la falta de higiene y recursos
adecuados invertidos en salud pública, la densidad urbana, y la globalización
turística, entre otros factores[1].
La globalización ha
transformado la relación entre humanos y virus, donde lo local es global y lo
global es local. Y muchos países no tienen sistemas de salud pública efectivos
para hacer frente a los retos que se plantean, ni existe tampoco un sistema de
salud pública global apropiado[2].
En todo caso, la mayoría de
los países con recursos sanitarios públicos efectivos y que han aplicado
medidas drásticas, como China, donde la ciudad de Wuhan, con 11 millones de
habitantes, en la región de Hubei (58 millones), lleva desde finales de enero
en una cuarentena draconiana, o Japón que ha cerrado colegios durante semanas,
o Italia y España que progresivamente están ampliando el territorio de control
y contención del coronavirus, deberán ser capaces de contener la epidemia en un
tiempo relativamente breve, evitando así que el impacto en la salud colectiva
se agrave con el paso del tiempo.
Una situación bien
diferente puede ocurrir en muchos países pobres, con sistemas sanitarios muy
débiles y con determinantes sociales de la salud muy deficientes (pobreza,
hacinamiento urbano, sistemas de agua residuales defectuosos o inexistentes,
negligencia de la industria farmacéutica, sistemas de salud pública débiles,
dietas alimentarias deficientes, etc). Es el caso de muchos países africanos,
donde el riesgo de que la epidemia cause daños muy notables o incluso extremos
es elevado.
Pero si el problema de
salud pública no es necesariamente tan extremadamente alarmante como se
presenta en los medios, ¿por qué entonces se trata a esta epidemia como una
cuestión que merece una atención casi exclusiva y con un seguimiento a tiempo
real? El COVID-19 no es sólo un problema de salud global, sino también un
problema con otras caras interconectadas de tipo económico, ecológico y social.
Estas lo convierten, de hecho, en un problema sistémico y político sobre el que
conviene reflexionar.
Desde el punto de vista
económico, según numerosos analistas, consultoras o auditoras como Deloitte, el
FMI, o la OCDE[3], la epidemia ha contribuido a frenar la
economía generando un menor crecimiento y un descenso en la producción,
comercio, consumo, turismo y transporte, o incluso la caída de las bolsas. Las
fábricas y negocios cierran; millones de personas no realizan sus viajes
habituales; se promueve el teletrabajo, la videoconferencia o la posibilidad de
una mayor producción local para proteger las cadenas de suministro; amén de una
fuerte subida en los precios de productos como los geles desinfectantes o las
mascarillas. En una economía tan interdependiente, caótica y frágil como el
capitalismo, donde la incertidumbre, la especulación y la constante búsqueda
del beneficio son esenciales, las complejas consecuencias sistémicas futuras
son una incógnita, pero todo apunta a la posibilidad de una cercana y grave
recesión económica.
Desde el punto de vista
ecológico, estrechamente conectado con la economía, el frenazo económico ha
reducido el consumo de combustibles fósiles, la emisión de CO2 y
la contaminación del aire. Por ejemplo, en China se ha reducido el consumo de
petróleo notablemente y las emisiones de gases en un 25%. Lo mismo ocurrirá en
otros muchos países.
El impacto de la epidemia
del coronavirus puede parecer paradójico: sus evidentes efectos negativos en la
salud, la sociedad y la economía, a corto plazo, son beneficiosos para la
crisis climática y ecológica, y tal vez también para la salud, a medio plazo.
Como en toda crisis económica, al frenar la actividad industrial y el
transporte se reducen la mortalidad y morbilidad asociados a accidentes
laborales, de tráfico, a la contaminación ambiental, etc.
Esa aparente paradoja queda
despejada cuando se comprende que la lógica de crecimiento exponencial y muchos
de los desarrollos característicos del capitalismo son altamente perjudiciales
para la homeostasis del planeta y el desarrollo social y, por tanto, para la
salud colectiva.
Desde el punto de vista
social, estamos ante una epidemia de pánico, cuyo origen podemos rastrear en
algunas de sus características esenciales: no es una epidemia altamente letal
pero es nueva y de un origen aún no del todo esclarecido; no podemos predecir
su evolución, lo que crea una gran incertidumbre; no existe un tratamiento ni
vacuna efectivos; se ha extendido con rapidez en los países más ricos del
planeta y, seguramente, en todo tipo de clases sociales; los medios de
comunicación y las redes sociales han magnificado su impacto entre una
población que mayoritariamente siente fobia al riesgo; la epidemia es una
oportunidad para degradar y aislar a China, al tiempo que localmente se generan
respuestas racistas y xenófobas.
Pero, además, la crisis del
COVID-19 plantea dos asuntos adicionales de importancia. Por un lado, el
imprescindible papel de los gobiernos, los servicios y la investigación pública
para controlar de forma coordinada tanto la epidemia en sí como una probable
‘epidemia de autoritarismo’, visible en China con medidas de vigilancia y
control extremas para detectar casos de infección inadvertidos y la aplicación
de medidas restrictivas poco transparentes, cuando no directamente represivas. La
falta de claridad en la información difundida se refleja también en unos medios
ciegos de inmediatez, atados al poder de grandes corporaciones, que buscan
audiencia mediante el impacto inmediato emocional y el entretenimiento, y que
son incapaces de transmitir un diagnóstico crítico y sistémico de lo que
ocurre.
En segundo lugar, la actual
‘epidemia mediática’ del coronavirus representa un coste de oportunidad, en un
sentido bien conocido por muchos políticos: cuando no se quiere hablar de un
tema que molesta se distrae la atención hablando de otro.[4] Ejemplos
de ello son los ataques de Clinton en Sudán y Afganistán para tapar su affaire con
Monica Lewinsky, o la la puesta en libertad por Berlusconi de políticos con
cargos de corrupción el mismo día que Italia se clasificó para la final de la
copa del mundo de fútbol. Al hablar casi exclusivamente del coronavirus durante
tantas semanas no hablamos de otros problemas mucho más graves que pasan
desapercibidos. Como ha
señalado el filósofo Santiago Alba Rico: “Desde
que existe el Covid-19 ya no ocurre nada. Ya no hay infartos ni dengue ni
cáncer ni otras gripes ni bombardeos ni refugiados ni terrorismo ni nada. Ya no
hay, desde luego, cambio climático”. O también el economista
Fernando Luengo al decir que ya no se
habla del “elevado endeudamiento de las corporaciones privadas no financieras,
el cordón umbilical que une la política de los bancos centrales a las grandes
entidades bancarias y corporaciones”, o “el aumento de la desigualdad, la
represión salarial”, ni tampoco del drama de “las personas refugiadas en
Lesbos, aplastadas por la policía griega y la extrema derecha”, o “los
asesinatos de mujeres”. Ni desde luego tampoco se habla de la atroz crisis
ecológica que vivimos, que pone en peligro la vida en el planeta y la propia
existencia de la humanidad, o de la precarización laboral masiva que padecen
miles de millones de personas en el mundo, incluso las investigadoras italianas
de la Universidad de Milán y el Hospital Sacco que aislaron la cepa del
coronavirus.
El COVID-19 es un detonador
complejo de la crisis sistémica del capitalismo, en la que todos los factores
anteriores están fuertemente interconectados, sin que se puedan separar entre
sí. Todo parece indicar que esta epidemia puede representar una ocasión ideal
para justificar la crisis económica capitalista que parece estar acercándose[5].
El miedo produce una brusca caída de la demanda, que baja el precio del
petróleo, lo que revierte en la emergencia de una crisis anunciada hasta este
momento. Muy probablemente el coronavirus no es el único responsable de las
caídas en las bolsas, como se dice, ni de una economía capitalista
desacelerada, con las ganancias de las corporaciones y la inversión industrial
estancadas, sino que es la chispa de una crisis económica pospuesta donde la
mala salud de la economía es muy anterior a la epidemia.
Como han señalado diversos
economistas críticos, como Alejandro Nadal, Eric Toussaint o Michael Roberts[6],
aunque los mercados bursátiles son imprevisibles, todos los factores de una
nueva crisis financiera están presentes desde al menos 2017. El coronavirus
sería tan solo la chispa de una explosión financiera pero no su principal causa[7].
Además, no debe menospreciarse el papel de los gigantes accionistas (fondos de
inversión como BlackRock y Vanguard, grandes bancos, empresas industriales, y
megamillonarios) en la desestabilización bursátil vivida en las últimas
semanas. Estos agentes recogerían así los beneficios de los últimos años y
evitarían pérdidas, invirtiendo en los más seguros aunque menos rentables
títulos de deuda pública, y exigiendo a los gobiernos que una vez más echen
mano de los recursos públicos para paliar pérdidas económicas.
La propaganda de los
grandes grupos económicos y mediáticos oculta la realidad e impide comprender
adecuadamente lo que está ocurriendo. Transformar la compleja estructura social
de un tren sin frenos, como el capitalismo, requiere imaginar una sociedad
distinta y realizar un cambio radical con políticas globales sistémicas en
ecología, economía y salud, que diseñen y experimenten formas alternativas de
vida en un modelo productivo y de consumo más justo, homeostático, simple y
saludable. Un primer paso necesario es no engañarnos con las informaciones
incompletas, emocionales o tóxicas del relato mediático hegemónico del
coronavirus y tratar de comprender la crisis sistémica que oculta.
Joan Benach es
profesor, investigador y salubrista (Grup Recerca Desigualtats en Salut,
Greds-Emconet, UPF, JHU-UPF Public Policy Center), GinTrans2 (Grupo de
Investigación Transdisciplinar sobre Transiciones Socioecológicas (UAM).
Notas
[1] Se
produce mediante una reacción en cadena, con una retroalimentación positiva de
desastres, que es común en países pobres. Ver: Mike Davis. El Monstruo
llama a nuestra puerta. [Traducción de María Julia Bertomeu con prólogo de
Antoni Domènech]. Barcelona, Viejo Topo, 2006.
[2] Idem.
[3] La
OCDE advierte sobre la posibilidad de que el Covid-19 reduzca a la mitad el
crecimiento económico mundial de 2020 que podría pasar del 2,9% al 1,5 del PIB.
Ver: Michael Roberts. Coronavirus, deuda y
recesión. Sin Permiso.
[4] Ver
por ejemplo: Christenson DP Kriner DL. Mobilizing the public against the president:
Congress and the political costs of unilateral action. American Journal of
Political Science 2017; 61(4):769-785; Djourelova, M and R Durante
(2019), Media Attention and Strategic Timing in Politics: Evidence from
US Presidential Executive Orders, CEPR Discussion Paper 13961; Durante R,
Zhuravskaya E. Attack when the world is not watching? US media and the
Israeli-Palestinian conflict. Journal of Political Economy 2018;126(3):1085-1133.
[5] Dado
que esta recesión no está causada por una falta de demanda sino de oferta
(pérdida de producción, inversión y comercio), las soluciones keynesianas y
monetaristas no funcionarán. La causa principal del estancamiento es la
disminución de la rentabilidad del capital. La enorme deuda, particularmente en
el sector corporativo, es una receta para un colapso grave si la rentabilidad
del capital se redujera drásticamente. La epidemia acaba por fragilizar un
sistema financiero que tiene el potencial de desencadenar una nueva crisis de
deuda que podría llevar al colapso de empresas y el mundo financiero. Ver:
Michael Roberts. Coronavirus, deuda y
recesión. Sin
Permiso.
[6] Ver:
Eric Toussaint. No, el coronavirus no es
responsable de las caídas en las bolsas. Rebelión;
Alejandro Nadal. Tasa de interés: ¿vacuna
contra el coronavirus? Sin
Permiso; Michael Roberts. G20 y COVID-19. Sin
Permiso; Michael Roberts. Coronavirus, deuda y
recesión. Sin Permiso.
[7] Antes de la aparición del nuevo
coronavirus ya se habían manifestado indicadores inquietantes en la economía
mundial como la inversión de la curva de rendimientos (los rendimientos de
títulos de más corto plazo superan a los de títulos de largo plazo), lo que es
un indicio de lo mal que están las expectativas de los inversionistas. Un
ejemplo de este tipo de distorsión son las distintas evaluaciones
convencionales de los últimos trimestres en el mercado de valores que revelan
cómo se ha abaratado dicho mercado en relación con el rendimiento de los bonos
de 30 años. Y ese no es un fenómeno nuevo: la inversión de la curva de rendimientos
en los mercados europeos lleva años y en los últimos viene aproximándose a
niveles récord. Ver: Alejandro Nadal. Tasa de interés: ¿vacuna
contra el coronavirus?. Sin
permis
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