A 40 años Entre la Revolución sandinista y la dictadura orteguista
Al cumplirse 40 años del triunfo de la
Revolución Popular Sandinista, no puedo obviar los sentimientos encontrados que
me embargan como protagonista e historiadora de aquella gesta que puso fin a la
dictadura de Somoza. Por estas fechas siempre vienen a nuestra mente los miles
de héroes populares y mártires de los años 70, algunos de ellos entrañables
como mi hermana Zulema, asesinada a sus 16 años. Estos sentimientos se
entrelazan con las ceremonias y actos religiosos con los que en estos días
honramos a los cientos de asesinados hace apenas un año, esta vez por la
dictadura orteguista, encabezada por quién fuera uno de los protagonistas de
aquella gesta contra el somocismo.
Mientras la dictadura de Ortega aparenta
alegría en celebraciones de los 40 años y se adueña impositivamente de los
símbolos de aquella heroica hazaña, una inmensa mayoría de sus participantes,
comandantes de la Revolución, comandantes guerrilleros, combatientes populares
y pueblo que se incorporó masivamente en la insurrección final, repudian el
orteguismo, sus atrocidades y la represión desatada, que incluye -según las
conclusiones de la CIDH- crímenes de lesa humanidad contra el pueblo
nicaragüense.
El baño sangriento que sufrió la
población, que se agrandó aún más con la “operación limpieza” entre junio y
julio del 2018, se perpetró enarbolando cínicamente a los cuatro vientos la
bandera rojinegra; con gritos de “¡Patria libre o morir!”; con el argumento de
que se defendía la segunda etapa de la Revolución y vistiendo, los criminales, con
camisetas de Sandino y el Che.
Antiguos combatientes de los setenta,
hasta entonces resentidos por el abandono del dictador y del partido, fueron
urgentemente llamados al “combate”, con los consabidos ofrecimientos. Mezclados
con policías y con militares retirados, antiguos revolucionarios realizaron su
labor mortífera disparando a matar contra jóvenes osados que lanzaban piedras y
morteros de feria desde las barricadas de las ciudades; a los estudiantes
atrincherados en las universidades; y contra los tranques de campesinos y
pobladores rurales, casi en su totalidad ciudadanos desarmados.
El levantamiento de abril no era una
insurrección armada, como hace 40 años. Pero en ambos casos fue evidente la
masiva participación popular. La de aquel entonces derivó en el triunfo del 19
de julio. La sublevación pacífica del presente, reprimida a muerte, aguarda por
una segura victoria sobre el nuevo tirano.
La masacre emprendida por Ortega en abril
del 2018 incrementó el repudio a la dictadura, y en una parte de la población
se ha expresado como rechazo a todo lo que huele a sandinismo. Como cucarachas
oportunistas aparecieron incluso antiguos somocistas para sentenciar: “nosotros
teníamos razón, y por eso queríamos exterminar a los sandinistas.”
Como si fuera poco en los Estados Unidos,
los antiguos halcones que ahora asumieron importantes cargos en la
Administración Trump, se han encargado de crear más confusión al incluir al
régimen de Ortega como parte de los países comunistas, de la “triada del mal”.
Y algunos lo creen, desde la ingenuidad o desde el oportunismo. Ortega nunca ha
sido ideológicamente un comunista y su gestión desde que volvió al gobierno en
enero de 2007 ha sido la de un paladín del capitalismo y del libre mercado, de
las facilidades a las transnacionales, del brutal extractivismo, la explotación
de los recursos naturales y de la privatización de toda la riqueza pública.
Tanto así, que sus principales aliados
durante los últimos once años y hasta el estallido social de abril, eran los
banqueros, los principales empresarios del país y las dirigencias del Consejo
Superior de la Empresa Privada (COSEP). Juntos venían gobernando, incluso
dándole rango constitucional a su Modelo de Alianzas. Ortega
dirigiendo el Estado, garantizaba estabilidad social y las oportunidades para
hacer negocios y enriquecerse como nunca, tanto él como sus socios del gran
capital. Ortega como caudillo, armonizaba su proceder neoliberal con paliativos
sociales de corte clientelar y sostenimiento de su base electoral. Algunos intelectuales
de derecha llegaron a calificar esos manejos como “populismo responsable”.
Ciertos sectores de la izquierda
institucional en Europa y América Latina, y algunos nostálgicos, quisieron
creer el cuento que Ortega sigue siendo un revolucionario, y que su retorno al
poder era el regreso del proyecto enarbolado en 1979.
Estos sectores asumieron
irresponsablemente el cínico relato del orteguismo que argumenta que la
sublevación popular es un tenebroso plan del imperialismo. En
desprecio a la ética de los verdaderos revolucionarios hay quienes mantienen
esa posición aún después de la matanza que dejó cientos de muertos, miles de
heridos y mutilados, así como más de 70 mil refugiados políticos. Se siguen
asumiendo estas posturas, a pesar de que fue demostrado el uso generalizado de
la tortura, la violación sexual a hombres y mujeres, y tratos crueles a los
miles que fueron capturados. Por lo menos 800 de estos últimos ellos fueron
mantenidos en prisión largos meses en régimen de máxima seguridad y totalmente
aislados, sin derecho a la defensa, acusados de terrorismo, y de cualquier tipo
de delitos sin sustentación alguna.
Ingenuidad, desconocimiento, oportunismo,
desfachatez, son algunos de los adjetivos que se nos ocurre aplicar a quienes
califican la sublevación popular como un plan de la CIA. Todos sabemos que las
grandes sublevaciones de las multitudes -como las que se vivieron en Nicaragua
durante meses, no se pueden inventar, y cualquier persona medianamente
informada sobre Nicaragua sabe perfectamente que, hasta el 18 de abril, las
relaciones de Ortega con los Estados Unidos eran de lo mejor. No podía ser de
otra manera, pues Ortega privilegiaba todas las políticas de libre mercado: los
tratados de libre comercio, las facilidades para las maquilas y las concesiones
sin condiciones al capital extranjero. Además, aplicó con mano dura las
políticas migratorias gringas, y por la frontera sur de Nicaragua no se colaba
nadie que pudiera tener planes de emigrar a EEUU. Ortega convirtió las
fronteras nicaragüenses en el deseado muro de Trump. Igualmente, el orteguismo
autorizó la presencia militar norteamericana y la acción de la DEA en nuestro
país, con el pretexto del combate a la narcoactividad. Por todo ello Ortega
llevó a Nicaragua a obtener las mejores notas con el FMI, el Banco Mundial y el
BID. Los últimos once años fueron, de las más cordiales relaciones con los
Estados Unidos, basados para Washington en el principio de que lo que importaba
era lo que Ortega verdaderamente hacía, no lo que aparentaba hacer, ni menos lo
que ocasionalmente decía.
Así las cosas, de izquierda a Ortega solo
le quedaba la palabrería ocasional; la manipulación retórica de la historia; su
inscripción en el ALBA y las oportunistas relaciones con el gobierno
venezolano, con el que firmó un jugoso negocio con evidente rentabilidad para
su patrimonio familiar. Sin olvidar, desde luego, sus vínculos personales con
una parte de la vieja guardia de la revolución cubana. Aunque trágico, al
tiempo que esto ocurría para una parte importante de los nicaragüenses, en
particular para las nuevas generaciones, el rostro de gobierno de nuestro país,
se convirtió en una criminal dictadura de izquierda, una dictadura sandinista.
¿Cómo pudo ser que una revolución que
despertó tanta admiración y esperanzas terminara desfigurada, repudiada por la
mayoría del pueblo? ¿Como mutó el rostro de aquella lucha hasta adquirir las
facciones monstruosas de una dictadura personalista, sangrienta y criminal?
Para responder a esta pregunta
discriminemos las distintas valoraciones. Para un sector de la derecha los
sandinistas y la gente de izquierda per se son criminales. Mayoritariamente los
somocistas vencidos de 1979. Muchos se integraron después a la
contrarrevolución. Pero a 40 años, una parte de ellos terminaron aceptando al
Ortega del presente, y se convirtieron en socios en múltiples negocios, en
diputados del frente sandinista, en embajadores y hasta uno de ellos en
vicepresidente de Ortega. Aunque cueste creerlo. Ahí están los hechos
irrefutables. Somocismo y orteguismo se terminaron abrazando.
La Revolución de 1979 fue posible porque
después de 20 años de lucha el FSLN de Carlos Fonseca logró sumar a la mayoría
del pueblo a una estrategia de lucha política- militar. Después de respaldar
más de 40 años al régimen de Somoza, la administración norteamericana a
regañadientes se sumó a las presiones de la comunidad internacional que se
escandalizó con los crímenes de lesa humanidad del somocismo y apoyó la heroica
resistencia del pueblo. Somoza salió en desbandada por una insurrección
popular, y además porque reiteradamente evadió las salidas negociadas que le
propusieron desde la OEA.
Los detractores de las revoluciones y
sublevaciones populares olvidan que éstas no son el resultado de actos
voluntariosos, maquiavélicos o morales. Las revoluciones son posibles porque
son necesarias. En el caso de Nicaragua la situación para el pueblo era ya
insostenible no sólo por la represión, sino porque urgían transformaciones
inaplazables. En primer lugar, era necesario restaurar el derecho a la vida y
la libertad, los derechos civiles básicos, como la libre organización, y la
libertad de pensamiento, pues el poder, las organizaciones somocistas y el
sindicalismo blanco tenían asfixiada a la sociedad. También urgía la democracia,
pues había sido reducida a elecciones fraudulentas y pactos entre políticos
corruptos.
Pero también formaban parte, de los
móviles de la Revolución y su Programa, la concentración brutal de la tierra en
pocas manos que urgía de una verdadera reforma agraria, las inequidades
sociales, la extrema pobreza, el obscurantismo. El país convertido en una hacienda de los
Somoza.
La recuperación de la Soberanía era
esencial, pues había sido entregada a los Estados Unidos. El Programa Histórico
del Frente Sandinista buscaba también la integración económica y social del
país, en particular de las poblaciones originarias y afrodescendientes del
Caribe nicaragüense; y abolir la “odiosa discriminación que ha sufrido la mujer
con respecto al hombre”. En esas direcciones se comenzó a trabajar.
Ya se sabe que la Presidencia de Reagan
(1981-1989) inauguró una escalada agresiva de los Estados Unidos contra la
Revolución, a la que consideró de manera oficial como un peligro para la
seguridad nacional de su país. Así, la Nicaragua revolucionaria, extremadamente
frágil en lo económico, tuvo que resistir durante casi una década “la guerra de
baja intensidad“de los halcones de la revolución conservadora que en el plano
global encabezarían el mismo Reagan y Margaret Thatcher.
La Revolución fue derrotada políticamente
en 1990 como resultado de la combinación de un complejo de factores. Aquí solo
enunciamos los más relevantes: la guerra de agresión imperialista que organizó
la contrarrevolución con resultado de miles de muertos; actos brutales y
criminales de ambos bandos, y el servicio militar obligatorio, que sembró el
descontento en las familias. Bloqueada y asfixiada, la Revolución se volvió
inviable económica y socialmente. La dirigencia revolucionaria, por soberbia o
por inexperiencia, no fue capaz de definir colectivamente el rumbo de la
Revolución. Se recurrió entonces a medidas de excepción afectando la libertad
de expresión, persiguiendo opositores, y confiscándoles sus bienes.
También operó el atraso cultural del
pueblo y el poco desarrollo ideológico de la dirección y la militancia
sandinista; las silenciosas disputas por el liderazgo personal en la dirección
colegiada y la coyuntura internacional del colapso del campo socialista, al que
Nicaragua terminó alineada.
Con la derrota, renació y rebrotó el
pasado. Para muchos dirigentes la Utopía había llegado a su fin, y por tanto
solo quedaba la real politik y ajustarse pragmáticamente a los
nuevos tiempos. El Frente Sandinista de Carlos Fonseca comenzó a desfallecer, a
diluirse en repartos de poder, en los grandes negocios de la cúpula orteguista,
en los pactos con políticos corruptos, en sumisión fanática a la economía del
capital y su mercado, en la obediencia ciega al caudillo y su mujer, únicos en
decidir sobre puestos, prebendas y salarios. El caudillo privatizó al FSLN,
hasta desaparecerlo convirtiéndolo, únicamente en la casilla electoral del
orteguismo.
Pero los ideales de la Revolución Popular
de 1979 no han sido derrotados para siempre. Sandino, Fonseca y las nuevas
ideas libertarias resurgen ya en lo mejor y más combativo de las nuevas
generaciones porque, hoy como ayer, se vuelve necesaria para toda la nación, la
derrota de esta nueva dictadura.
Rebelión ha publicado este artículo con el
permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad
para publicarlo en otras fuentes.
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